Sentado en una banca mojada, el sol resplandece sobre las pestañas, siento como el respaldo inunda primeramente mis prendas y luego por efectos de lo natural, inunda mis poros, uno a uno los sumerge, diminutos lagos se forman en mi espalda.
Levanto el brazo acercando el reloj, la manga apabullantemente mojada; un peso más, una prueba de que me encuentro sentado, mojado y disperso. Las Once once, cuatro números desfilan uno delante del otro, visto de derecha a izquierda y de izquierda a derecha significan lo mismo, realmente me gustaría ser las once once, mostrarme en una caratula, humano por cincuenta y nueve segundos, para después liberarme, cambiar, mutar hacia las once doce o las once trece, irónicamente volveré a ser el mismo después de veinticuatro horas, como si un ente mayor lo hubiera planeado … ya no quiero ser las once once.
Abandono el reloj y su presagio, siento el frio de la banca, comienza por la frente, baja por la nariz hasta toparse con las fosas nasales, entra, se sumerge, venas y arterias transportan frio, hasta llegar a mis pies que se comunican con el césped, me intriga saber de lo que hablaran, como me intriga mi silueta deformando el entorno, levanto el cuello, ¿el cielo también se lo preguntará?, aunque tiene mucho de pérdida, no existe, él ni sus matices, simplemente es el color que se percibe gracias a la luz, tanto es así que cuando el sol se encuentra del otro lado, el cielo pierde su nombre, abraza la obscuridad y se proclama como noche, simple y apacible; para que después de doce horas recupere el nombre; me pregunto si el cielo también es las once once. Le tendré menos estima de ahora en adelante.
Un ente de rasgos fisionómicos parecidos a los míos, otro humano, toma un periódico, lo coloca justo en la palma de su mano, movimiento seguido de falanges tomando el borde, lo deposita en la banca, se sienta, me voltea a ver, espera un saludo o un no sé que de mi parte, su movimiento corporal es digno de lo banal, hasta que al inspeccionarme llega a donde deberían estar los inexistentes zapatos, se enfrasca de mejor manera en su abrigo, abandonando el periódico se larga.
Siguiendo el caminar del humano me pierdo entre la naturaleza, hojas de árboles acariciándose unas a otras, someten al viento, expresan belleza, solo es visible si las observas con una mirada lenta, tan lenta que cuando una hoja cae puedes presenciar momentos de levitación, instantes en los cuales la naturaleza se burla de la gravedad, liberándose, ese espacio de un segundo a otro, donde el definir si son las once once o las once doce es imposible.
Me gustaría ser una hoja cayendo, y por momentos lastimar a esos ciclos, golpearlos en la cara, escupirles, hacerlos que desgarren sus estómagos, mostrarles un espejo y sepan lo que le hacen a los árboles, desfiguradas sonrisas, patéticas noches, silencios irreparables, miradas vacías y oscilantes, trémulos en las ramas, fuego en las raíces, quemar y aspirar cenizas, ciclos de cambiantes rostros, pero siempre ciclos, infames y relativos.
Once once, siempre tú y el recordatorio de lo que soy, con lo que me explican y cuantifican: segundos, horas, días. Medidas que no existen pero aún así me destruyen, hacen brotar ira, una terrible aceptación, ciclos que se dignifican de naturales, el cause de la vida, pero el frío que siento, como lo explicas, no hay nada más natural que una hoja levitando aunque sea por un simple instante, instante en el cual lo relativo y absoluto copulan hasta parir humanos de abrigos y mojados periódicos.
El frio se olvida de mi cuerpo o yo me olvido del frio, podría tenerlo todo: una existencia, una felicidad vaticinada por la ignorancia, un abrigo, unos zapatos, inclusive una televisión que suplante mis tardes en los parques, pero es este calor que de repente se apodera de mi ser, entelequia hablándome sobre no sé qué carajos, un fuego que no produce cenizas, solo produce más y más fuego, desbordándose en cada césped, cubriendo esas miles de puntas; las ramas y hojas siguen con esa comunicación lenta, el cielo empieza la mutación, un presagio de una noche otra vez digna de esperar doce horas, once once, ha empezado ese minuto y sus cincuenta y nueve segundos.
Uno, dos, tres…
Despierto, una almohada improvisada, y un maldito frio, huesos pidiendo mejor temperatura, me levanto de la banca, me cuesta trabajo mover los pies, la manga y el resto del cuerpo se ha secado un tanto, aunque todavía veo gotas que al caer denotan un vacío, es como si me levantara de un campo de batalla, heridos por todas partes, hojas barnizan el parque, levanto la mirada buscando un algo, nada, otra batalla perdida, y unas ansias de regresar a la refriega, el sol está del otro lado, un cansancio llena el espacio entre las costillas, como si tuviera plomo dentro, levanto los hombros y camino.
Piedras cosquillean los pies, asfalto gris y lentas sombras moviéndose por las paredes, luces de una calle olvidada, siento como ese plomo se pierde entre lo vacio de la ciudad, un agujero de múltiples estructuras, almacenes y tiendas exponen objetos, inclusive comida, piernas de reses colgadas como trofeos, mostrándose, a esas horas, solo a los niños tirados en las calles, luces de colores que buscan atraer, dinero porque no es más que eso, los hombres de abrigos se convierten en dinero y que tanto puedan gastar, camino ahora por losetas, un hombre reposa su peso en las rodillas, levanta un helado derretido, lo recoge, lo sostiene con las dos manos y antes que se escurra el líquido sorbe un tanto y el otro se lo brinda a la noche como si lo compartiera, puertas descoloridas y algunas con metal desquebrajándose, con ojivas de piedra humedecida.
Detengo mi curso, un gato camina frente de mi, se mueve como si también el plomo lo inquietase, llego a la conclusión de que aquí no se respira aire, trato de acercarme hacia él, lo desequilibrado de mi andar lo asusta, me voltea a ver directo a los ojos, azul escondiendo algo, de alguna forma me tranquiliza, el claxon de un auto lo acaba por espantar, salta hacia un agujero de la pared y se pierde de mi percepción, quizá debería hace lo mismo.
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